Es temerario confiar en las encuestas, sobre todo en tiempos tan convulsos, y tan desesperados. Pero si es cierto que la izquierda podría volver a gobernar en España, si es verdad que los españoles estarían dispuestos a regresar a la tiniebla general del socialismo y a la truculencia concreta de Rubalcaba, los españoles merecerían que Rajoy convocara elecciones anticipadas tan pronto como le fuera posible y que la vulgaridad de la turba recibiera su merecido.
No puedo sentir más desprecio por la concepción del ciudadano y del mundo que tiene el ministro Montoro, ni por la Ley de Educación del ministro Wert, y no porque trate de españolizar a los niños catalanes, sino porque lo que va a conseguir es idiotizar a todos los niños de España. Pero Rajoy, con su marianismo incandescente, ha conseguido descorrer el velo de la desolación y la recuperación parece ser un hecho; y si algo hubiera que reprocharle sería la falta de profundidad de sus reformas y que el Estado continúe siendo un mamotreto.
Pero lo que la encuesta que 'El País' publicó este fin de semana sugiere, en cambio, es que los españoles votarían hoy atraso, cueva, socialista y comunista, como si no hubiéramos sufrido bastante, como si no hubiéramos aprendido de las lecciones fundamentales de la Historia que sólo el individuo libre y plenipotenciario es capaz de crear riqueza y de propagarla, y de cargar con el gran peso del mundo en sus espaldas.
El problema es la democracia, porque no existe ninguna sociedad con la necesaria densidad de personas inteligentes para que el sufragio universal no acabe siendo un tanque frente a cada esperanza. El problema es la infinita mediocridad de nuestra era, y lo imposible que a cualquier espíritu audaz y sensible le resulta sentirse parte de un proyecto colectivo.
Después de muchos años de ser independentista, giré la vista atrás para ver con quién me empeñaba en compartir destino y el siniestro valle de tarados y tullidos que tuve que ver me dejó sin respiración. Hoy ya no sé lo que soy, ni de si algo me siento parte. Todo decae en manos del abrumador ejército de incapaces cuando la jerarquía cede ante la democracia.
Inauditas criaturas emergen entonces de los más sombríos parajes, haciéndose las imprescindibles de ésta o aquella causa. Acaban volviendo grotesca la idea, por buena que fuera, porque no la aman por su emoción, sino para disimular sus propios defectos.
Si ni Rajoy, que ha sido condescendiente, suave y moderado; si ni Rajoy, que ha perseverado en el atraco a los empresarios para continuar subvencionando a los vagos en lugar de enseñarles -y obligarles- a pescar; si ni él, con toda su parsimonia y magnanimidad, es comprendido por la 'racaille', nada se puede hacer para intentar salvar a nadie, y lo único sensato es poner tu dinero a salvo. Ahora hay protectorados fantásticos que no conoce nadie.
La euforia de la Transición nos hizo confiar demasiado en la política, y esperar mucho de ella, y creímos estúpidamente que la gente estaría a la altura de su responsabilidad, cuando, en realidad, la única salida es y siempre ha sido personal, y la única solución individual. Por eso en Londres, que es la democracia más antigua, tienen los clubes privados más extraordinarios.